En alguna ocasión ya he hablado de los prejuicios. Quien más quien menos, en mayor o menor medida, todos los tenemos. Ya sea por la educación que hemos recibido, el entorno en el que nos hemos movido, la lengua que hablamos, las frases hechas que utilizamos... estamos rodeados de prejuicios que antes o después aparecen aunque sea de la forma más inocente o bienintencionada. La historia de hoy (y la de mañana) tiene algo que ver con esto.
El otro día entré a la cafetería que hay al lado de la oficina con mi amigo Quikly. Casi todos los martes y jueves solemos reunirnos allí con la excusa de resolver asuntos pendientes del trabajo. Y casi siempre acabamos hablando de fútbol, series y cachivaches informáticos mientras nos metemos entre pecho y espalda el insuperable bocata de hamburguesa casera con queso y cebolla que sirven allí. Hace años que trabajamos juntos, en dos empresas y tres barrios distintos, y siempre acabamos encontrando un bareto donde sirven alguna especialidad rica en colesterol que incorporamos a nuestra rutina semanal.
Así que ahí estábamos otra vez, en la misma esquina de la barra, con las mismas conversaciones, con la misma cara de mosqueo por los problemas del curro (que son siempre los mismos) pero, esta vez, con una diferencia. Las fiestas navideñas nos habían traído el famoso virus intestinal y no teníamos el estómago para hamburguesas.
Nada más sentarnos vimos a la camarera que nos reconoció inmediatamente desde el otro lado de la barra. Tras un año pidiendo siempre lo mismo, lo primero fue advertirle que hoy no tocaba hamburguesa. Dos bikinis y agüita mineral.
- ¿Qué pasa? -preguntó extrañada.
- El famoso virus intestinal. -le respondí.
- ¿Los dos?
- Pues sí. -contesté riendo.
- Uf. Aquí también ha habido varios que han caído. Yo también. Pero he tenido que pasarlo sola. Al menos si lo pasas con alguien se lleva mejor...
En este punto es cuando Quikly y yo nos miramos y empezamos a partirnos de risa.
- Sí claro -respondo-. Supongo que si lo pasas con alguien se lleva mejor. -y no sé si voluntariamente o no, recalco mucho el supongo. Como se me queda mirando con cara rara, me explico.
- Es que yo también lo he pasado solo.
Sigue con la misma cara rara y no podemos aguantarnos más la risa. Como tiene dudas, insiste.
- ¿Pero no han dicho que habían estado enfermos los dos?
- Sí. Aunque distintos días. Y cada uno en su casa.
- ¿Pero son amigos no? -se ha esforzado mucho en no recalcar el "amigos".
- Sí, claro. -respondo poniendo cara de "¿y qué tiene que ver el que seamos amigos conque pasemos los virus sólos o acompañados?"
Como no está muy convencida cambia de estrategia.
- Pues qué suerte ser amigos y trabajar juntos.
- Pues sí. Pero vaya. Sólo coincidimos dos días a la semana.
- Ah. Es que como siempre vienen juntos y comen lo mismo...
- Sí. Los dos días a la semana que coincidimos en la oficina.
- Ah.
Y se va poco convencida a encargar los bikinis mientras nosotros no podemos aguantarnos la risa. Cuando lo comentemos en la oficina se van a mear.
Le he dado vueltas a la escena y me sigue pareciendo muy divertido que la camarera pensara que somos pareja porque comemos lo mismo. De hecho, uno de los principales motivos de separación es la incompatibilidad alimenticia. Junto con la incompatibilidad térmica y otras muchas incompatibilidades que ahora no vienen al caso. Podríamos resumirlo en que las parejas incompatibles suelen separarse, excepto, claro está, las más obstinadas. Pero sería bonito que la gente se emparejara en función de los gustos culinarios. ¿Te van las rubias o las morenas? Las papas fritas con chorizo.
Pero desvaríos aparte, le doy vueltas a mi reacción ante el equívoco. Aparte de lo que nos hemos reído... ¿nos ha incomodado que pensara que éramos pareja? La verdad es que no nos hemos esforzado demasiado en disuadirla, entre otras cosas porque la situación era divertida. Pero podríamos haberla enredado un poco más. O seguirle el juego. O pasar de todo y decir que sí para cambiar de tema.
Así que le he dado vueltas para ver si mi reacción era homófoba. ¿Qué hubiera pasado si hubiera estado comiendo hamburguesas con Rihanna (por poner un ejemplo)? Pues que hubiera aprovechado la confusión para arrimarme y, con una sonrisa de oreja a oreja, alargar el tema todo lo que me hubiera dejado... Rihanna. ¿Y si hubiera estado con Yola Berrocal? Pues hubiera cortado el asunto inmediatamente dejando bien clarito que lo único que comparto con la susodicha son los gustos culinarios (espero que ni eso). ¿Qué conclusión saco de todo esto? Que Quikly no es Rihanna pero, afortunadamente, tampoco es Yola Berrocal. A la cama no te irás sin saber una cosa más. Pues eso. Buenas noches.
viernes, 18 de enero de 2008
viernes, 11 de enero de 2008
Me lo pido
Mi tradicional día de compras navideñas es el 5 de enero. En siempre hemos sido monárquicos para eso de los regalos y además de dejarlo todo para última hora (bueno, eso básicamente yo lo aplico a todo en la vida). Así que, como ese día estaba recuperándome de los ardores víricos, estas fiestas han sido la delicia de Solbes. He gastado menos que en la propina del café. Así que si quiero quitarme el mono consumista no me queda otra que mercarme los caprichitos en las rebajas.
Buscando ideas para la carta a los reyes he visto que hasta lo más tradicional se moderniza. Dos ejemplos de regalo perfecto para unas post-navidades geek.
El hombre moderno debe estar preparado para cualquier eventualidad. Y precisamente para ese fin se inventaron las maravillosas navajas suizas. Aunque yo siempre he sido más de la típica navaja albaceteña de siete muelles, debo reconocer que me molan esos cacharrines que hacen las delicias del McGyver que llevamos dentro. En unos pocos centímetros tenemos navaja, cortauñas, tijeras, mondadientes, destornillador, abrelatas, abrebotellas, sierra, lupa, sacacorchos, lima, bolígrafo...
Sin embargo los tiempos avanzan y los amigos de Victorinox no han querido que su producto estrella se quede atrás. Este año han añadido a la ingente lista de gadgets retráctiles de sus navajas unos elementos tan imprescindibles para la vida moderna como puntero laser, memoria USB y puntero para la palm. ¡Aix! Ahora sí que tenemos el kit completo y podemos irnos de acampada tranquilos. Si la cosa se pone chunga podemos buscar un puerto libre en el tocón de algún árbol muerto y descargarnos un maravilloso olor a pino para llevar a casita. Parece ser que tienen incluso una versión con reproductor MP3. El día que le metan Wi-Fi para poder pelar manzanas sin cables me lo compro.
Pero no es ese mi regalo preferido de estas fiestas. Mi regalo preferido es el i-Jam. Una creación que deja el i-Phone por los suelos y todos los i-Loquesea que los amigos de Apple puedan imaginar. Y es que la compañía de la manzana ha creado escuela en eso de sacar al mercado los productos tecnológicamente más avanzados sin renunciar al diseño más exquisito. El i-Jam es lo más exclusivo del mercado. Un lujo para los sentidos. Un peaso jamón de infinitas jotas que puede comprarse online y se sirve con el diseño más innovador y sin faltar su surtida gama de periferícos espectaculares. El iLom, iKnife, iBread, iChis, iFua... o el siempre útil iJam nano, que sacará de un apuro a los usuarios más exigentes. Todo ello con tecnología easytouch y cut&play.
Está claro que la buena tecnología casa perfectamente con los productos más tradiciones. Y con el buen humor. Y con las carteras llenas, por qué no decirlo. Si quieres robarme el corazón, regálame un iJam. El iTint corre de mi cuenta.
- Victorinox Swiss Memory
- i-jam
Buscando ideas para la carta a los reyes he visto que hasta lo más tradicional se moderniza. Dos ejemplos de regalo perfecto para unas post-navidades geek.
El hombre moderno debe estar preparado para cualquier eventualidad. Y precisamente para ese fin se inventaron las maravillosas navajas suizas. Aunque yo siempre he sido más de la típica navaja albaceteña de siete muelles, debo reconocer que me molan esos cacharrines que hacen las delicias del McGyver que llevamos dentro. En unos pocos centímetros tenemos navaja, cortauñas, tijeras, mondadientes, destornillador, abrelatas, abrebotellas, sierra, lupa, sacacorchos, lima, bolígrafo...
Sin embargo los tiempos avanzan y los amigos de Victorinox no han querido que su producto estrella se quede atrás. Este año han añadido a la ingente lista de gadgets retráctiles de sus navajas unos elementos tan imprescindibles para la vida moderna como puntero laser, memoria USB y puntero para la palm. ¡Aix! Ahora sí que tenemos el kit completo y podemos irnos de acampada tranquilos. Si la cosa se pone chunga podemos buscar un puerto libre en el tocón de algún árbol muerto y descargarnos un maravilloso olor a pino para llevar a casita. Parece ser que tienen incluso una versión con reproductor MP3. El día que le metan Wi-Fi para poder pelar manzanas sin cables me lo compro.
Pero no es ese mi regalo preferido de estas fiestas. Mi regalo preferido es el i-Jam. Una creación que deja el i-Phone por los suelos y todos los i-Loquesea que los amigos de Apple puedan imaginar. Y es que la compañía de la manzana ha creado escuela en eso de sacar al mercado los productos tecnológicamente más avanzados sin renunciar al diseño más exquisito. El i-Jam es lo más exclusivo del mercado. Un lujo para los sentidos. Un peaso jamón de infinitas jotas que puede comprarse online y se sirve con el diseño más innovador y sin faltar su surtida gama de periferícos espectaculares. El iLom, iKnife, iBread, iChis, iFua... o el siempre útil iJam nano, que sacará de un apuro a los usuarios más exigentes. Todo ello con tecnología easytouch y cut&play.
Está claro que la buena tecnología casa perfectamente con los productos más tradiciones. Y con el buen humor. Y con las carteras llenas, por qué no decirlo. Si quieres robarme el corazón, regálame un iJam. El iTint corre de mi cuenta.
- Victorinox Swiss Memory
- i-jam
miércoles, 9 de enero de 2008
Todo fuera
Los cambios asustan. Especialmente para animales de costumbres como los humanos. Los niños pequeños encuentran seguridad en la repetición (que les permite anticiparse a lo que va a suceder) y nos condenan a ver una y otra vez la misma película. Y los adultos fardamos de ser espontáneos y odiar la monotonía pero, como hace milenios, seguimos aferrándonos a esquemas cotidianos para establecer nuestras escalas de valores. Así, definimos el éxito o el fracaso en función de los parámetros esperados para cada etapa de nuestra vida. Yo a tu edad ya había... A estas alturas del año ya deberías... Lo cual añade más leña para alimentar el fuego de nuestros miedos. El cambio.
Somos tan cuadriculados que hasta tenemos una larga lista de cambios previsibles. El cambio de año, el cambio de estación, el cambio de estado civil, el cambio de trabajo... Y todos estos cambios previstos tienen previsto a su vez un rito de paso. El rito es costumbre, así que combatimos el cambio con algo estable y conocido. Y debo reconocer que a mí, que me apasionan los cambios en la misma medida en que me horrizan, me encantan los ritos.
Las fiestas navideñas son uno de estos ritos. De los más importantes, por cierto. Hemos hecho coincidir el cambio de año (final e inicio de una etapa, aunque sea una etapa ficticia fijada por convención) con un cambio de estación. El solsticio de invierno, con la noche más larga del año, da paso al tiempo del frío y del recogimiento. El tiempo en que la hormiga sobrevive gracias al rutinario esfuerzo que realizó en los buenos tiempos y la fiestera y cantarina cigarra... se muere de hambre. Y por eso estas fechas vienen cargaditas de interesantísimos ritos tanto individuales como colectivos.
Tuve la suerte de cambiar de año en compañía de viejos y nuevos amigos. Entre los nuevos, gente de distintas culturas y religiones. De distintos ritos. Tan pronto como superamos el estúpido pero entrañable riesgo de atragantarnos con doce uvas y entrechocamos nuestras copas de cava (en cuyos fondos dormitaban anillos dorados para atraer la fortuna), algunos de mis acompañantes empezaron a barrer (literalmente) los malos espíritus fuera de la casa. Otros, cargados con maletas y mochilas, salieron a la calle a dar vueltas a la manzana para que el nuevo año les trajera viajes. Otros lanzaron a la calle un bareño de agua. Otros llamaron (o mandaron mensajitos) a los familiares y amigos que habían visto dos horas antes. En la calle se oían canciones, fuegos artificiales, bocinas... Todo instantes antes de que medio mundo cumpliera con su obligado rito de divertirse esa noche como si fuera la última.
Hace años yo tenía más ritos. Repasaba los acontecimientos del pasado año con injustificable nostalgia o hacía propósitos para el entrante que rara vez cumplía, por poner dos ejemplos. Últimamente no hago propósitos de año nuevo. Sólo intento que la energía del cambio me arrastre a llevar a cabo los que proyecto constantemente durante todo el año. Porque tengo muchos proyectos. Siempre muchos. Y siempre espero aprovechar los días de vacaciones para ponerme a ello. Pero siempre pasa algo.
Este año quería, entre otras muchas cosas, poner en orden mi desastrosa vida virtual. Lo de la analógica es más chungo, así que más adelante. Pero no lo he hecho. Aunque tengo una pequeña excusa. Una diminuta. Tan diminuta que no se ve ni con microscopio. Un virus. Y no uno de esos digitales tan molestos. Uno analógico. De los de toda la vida. De los que hacen realidad tu sueño de pasarte tres días en la cama con treinta y nueve pero te dejan sin fuerzas para disfrutarlo.
Y aunque no he podido disfrutar de mi rito individual preferido en estas fechas (pasear por el centro el día 5 de enero, tras la cabalgata, cargándome de odio a la humanidad) he descubierto uno nuevo. Se llama "Todo fuera". Tras tres días expulsando de mi cuerpo absolutamente todo lo que entraba, inicio el año renovado, casi puro, inmaculado. Un lienzo en blanco. Una tabula rasa. Algo que voy a poder ir intoxicando poquito a poco a mi gusto.
El próximo fin de año podré contemplar mi obra y comparar. Estaré estropeado, por supuesto. Pero de otra manera. A mi manera. Si será mejor o peor lo veremos en doce meses. Doce meses de degradación consciente... siempre que otro puto virus o similar no venga a joderme el invento.
Feliz 2008.
Somos tan cuadriculados que hasta tenemos una larga lista de cambios previsibles. El cambio de año, el cambio de estación, el cambio de estado civil, el cambio de trabajo... Y todos estos cambios previstos tienen previsto a su vez un rito de paso. El rito es costumbre, así que combatimos el cambio con algo estable y conocido. Y debo reconocer que a mí, que me apasionan los cambios en la misma medida en que me horrizan, me encantan los ritos.
Las fiestas navideñas son uno de estos ritos. De los más importantes, por cierto. Hemos hecho coincidir el cambio de año (final e inicio de una etapa, aunque sea una etapa ficticia fijada por convención) con un cambio de estación. El solsticio de invierno, con la noche más larga del año, da paso al tiempo del frío y del recogimiento. El tiempo en que la hormiga sobrevive gracias al rutinario esfuerzo que realizó en los buenos tiempos y la fiestera y cantarina cigarra... se muere de hambre. Y por eso estas fechas vienen cargaditas de interesantísimos ritos tanto individuales como colectivos.
Tuve la suerte de cambiar de año en compañía de viejos y nuevos amigos. Entre los nuevos, gente de distintas culturas y religiones. De distintos ritos. Tan pronto como superamos el estúpido pero entrañable riesgo de atragantarnos con doce uvas y entrechocamos nuestras copas de cava (en cuyos fondos dormitaban anillos dorados para atraer la fortuna), algunos de mis acompañantes empezaron a barrer (literalmente) los malos espíritus fuera de la casa. Otros, cargados con maletas y mochilas, salieron a la calle a dar vueltas a la manzana para que el nuevo año les trajera viajes. Otros lanzaron a la calle un bareño de agua. Otros llamaron (o mandaron mensajitos) a los familiares y amigos que habían visto dos horas antes. En la calle se oían canciones, fuegos artificiales, bocinas... Todo instantes antes de que medio mundo cumpliera con su obligado rito de divertirse esa noche como si fuera la última.
Hace años yo tenía más ritos. Repasaba los acontecimientos del pasado año con injustificable nostalgia o hacía propósitos para el entrante que rara vez cumplía, por poner dos ejemplos. Últimamente no hago propósitos de año nuevo. Sólo intento que la energía del cambio me arrastre a llevar a cabo los que proyecto constantemente durante todo el año. Porque tengo muchos proyectos. Siempre muchos. Y siempre espero aprovechar los días de vacaciones para ponerme a ello. Pero siempre pasa algo.
Este año quería, entre otras muchas cosas, poner en orden mi desastrosa vida virtual. Lo de la analógica es más chungo, así que más adelante. Pero no lo he hecho. Aunque tengo una pequeña excusa. Una diminuta. Tan diminuta que no se ve ni con microscopio. Un virus. Y no uno de esos digitales tan molestos. Uno analógico. De los de toda la vida. De los que hacen realidad tu sueño de pasarte tres días en la cama con treinta y nueve pero te dejan sin fuerzas para disfrutarlo.
Y aunque no he podido disfrutar de mi rito individual preferido en estas fechas (pasear por el centro el día 5 de enero, tras la cabalgata, cargándome de odio a la humanidad) he descubierto uno nuevo. Se llama "Todo fuera". Tras tres días expulsando de mi cuerpo absolutamente todo lo que entraba, inicio el año renovado, casi puro, inmaculado. Un lienzo en blanco. Una tabula rasa. Algo que voy a poder ir intoxicando poquito a poco a mi gusto.
El próximo fin de año podré contemplar mi obra y comparar. Estaré estropeado, por supuesto. Pero de otra manera. A mi manera. Si será mejor o peor lo veremos en doce meses. Doce meses de degradación consciente... siempre que otro puto virus o similar no venga a joderme el invento.
Feliz 2008.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)