Los que pasáis a menudo por alg@ sabéis que el ritmo de actualización es más bien irregular. Sin embargo lo habitual es que al menos un articulillo a la semana vaya apareciendo por aquí. La semana pasada no hubo artículo. Y es que la pasada fue una semana especial. Vayamos a los hechos.
Los que me conocéis ya sabéis de mi extraña relación con la tecnología. Pese a ser de letras siento una suerte de fascinación por los botoncitos. Y de suerte, más que de botoncitos, va el cuento que paso a relatar.
Dalrito era un muchacho normal al que le gustaba lo que le gusta a los muchachos normales: el jamón de jabugo (aunque no hacía ascos al Guijuelo, Salamanca...), el vino de Rioja (aunque no hacía ascos a un Ribera, Penedés, Costers del Segre...), el arroz con leche (aunque no hacía ascos al chocolate 74% cacao, las torrijas...), Jenifer López (aunque no hacía ascos...), en fin.
Como muchacho normal, Dalrito llevaba una vida tranquila y la mar de normal, tenía cuatro trabajos distintos en cuatro ciudades distintas, ocho o nueve blogs, un buen grupo de amigos repartidos en un radio de unos 8.000 kilómetros, aficiones varias... Todo sumamente normal.
A Dalrcito le gustaba la tecnología por lo que tenía un ordeador de bajomesa y otro portátil, un teléfono con mil pijaditas, televisión por cable, conexión de banda ancha, manos libres blutúz, radio CD con lector de emepetrés, gepese, pedeá... y con todos sus cacharritos mantenía una relación cordial basada en la confianza y el respeto.
Para completar su normalísima vida, Dalrito llevaba nueve meses feliz y contento en los que cada semana parecía ser mejor que la anterior. Todo sumamente normal.
Pero una semana el Dios de la tecnología decidió que Dalrito se estaba pasando y quiso ponerlo a prueba. Así que empezó por mandar a freir espárragos su rúter inalámbrico desconectándolo así de esos mundos virtuales por los que gustaba pasear. "No hay problema", pensó Dalrito. "No hay güisfi que cien años dure ni PCMCIA que lo resista y si las ondas no van al ordenata, el ordenata se conectará directamente al cable". Dicho y hecho. Dalrito desmontó su red virtual y conectó el cablemodem directamente a la tarjeta ethernet de su ordenador de bajomesa, recuperando así su preciada conexión.
El Dios de la tecnología no se dio por vencido y decidió contraatacar fundiendo la tarjeta gráfica del ordenador. "Está en garantía -pensó Dalrito- y aunque es una contrariedad estar una semana sin ordenador, la cosa no va mal ya que así me aseguro de que me pongan una tarjeta compatible con los nuevos sistemas operativos. Y de paso aprovecho para ver por la tele mis series preferidas".
El Dios de la tecnología empezaba a quedarse sin ideas pero lo de las series le dio una idea. En un momento la antena colectiva del edificio de Dalrito se fue a freir espárragos. "Este contratiempo me recuerda que hace tiempo que no quedo con alguno de mis amigos. Los llamaré estos días".
El Dios de la tecnología se lo tomó por fin como algo personal. ¿Quieres amigos? Pues haberte aprendido de memoria sus números de teléfono. Creó un error de software en su móvil que le impidier encenderse un día sí y otro también. Venga. Listillo. A ver cómo arreglas esto ahora...
Dalrito estaba sorprendido de tanto problema técnico pero fiel a su espíritu positivo pensó que todos aquellos contratiempos le permitían centrarse más en su trabajo, descansar y, si le quedaban ganas, ordenar un poco los papelotes que tenía desparramados por toda la casa a la espera de ser útiles algún día.
El Dios de la tecnología se preguntaba si por las venas del endiablado Dalrito corría algo más que horchata. En media semana lo había despojado de casi todos sus cacharricos y el muy lelo no sólo no montaba en cólera. Encima se pasaba a los trabajos manuales. Aquello requería medidas drasticas.
Entre tanto Dalrito había empezado a solucionar sus asuntillos pendientes. Unas gestiones en el banco, unas comprillas que no había ido posponiendo.., incluso llevó a un tunel de lavado el coche, que acumulaba sobre su chapa dos años de residuos orgánicos que la pertinaz sequía había fosilizado ya.
Dalrito salió de Barcelona antes de lo acostumbrado, para ir sin prisas. Como todas las semanas, le tocaba trabajar en una ciudad a 100 kilómetros de su casa. Su coche limpito como cuando salió de fábrica centelleaba por la autopista, con el depósito lleno, alegrando al personal con la selección musical que había preparado para la radio que había instalado apenas un mes antes y sin emitir ni una milésima innecesaria de CO2 gracias a la puesta a punto que le habían hecho aprovecando la instalación del nuevo equipo de música. Llegó a la ciudad de destino sin contratiempos (ni siquiera tuvo que parar en los peajes ya que se había decidido por fin a instlar el Vía T, antes Teletac, antes cacharrito para poder pasar por el único sitio sin cola en los peajes). Para más alegrías, encontró un sitio libre en el único lugar donde no se paga zona azul a menos de un kilómetro a pata de su destino. Todo parecía perfecto salvo un humillo blanco que parecía salir del capó de su coche.
"¿Será el radiador?", se preguntó Dalrito que de coches entiendo más bien poco. Como tenía el coche enfocado hacia la plaza libre de aparcamiento decidió apagar el motor y empujarlo hasta su ubicación definitiva. Cuando saliera de trabajar ya averiguaría qué pasaba. En ese instante unas carcajadas llamaron su atención. No era el Dios de la tecnología (que también reía enloquecido pero desde muy, muy lejos) sino unos chavalines de una escuela cercana. El motivo de tanta algarabía era Dalrito. Más concretamente su coche. Más concretamente aún las llamas que salían de su motor.
Como Dalrito había visto un mogollón de películas en las que los coches explosionan al menor estornudo, salió por patas de allí y llamó a emergencias. "Mi coche está ardiendo". Luego llamó al trabajo. "Voy a llegar algo tarde porque mi coche está ardiendo". La acción coordinada de la policía municial, un bombero de paisano, los extintores del colegio cercano y finalmente la dotación de bomberos más cercana impidieron que nadie sufriera daños. Ni siquiera los coches cercanos. El coche de Dalrito, simplemente se quemó. No todo. Lo suficiente. Lo suficiente como para ir de cabeza al desguace, quiero decir.
En los últimos días Dalrito, al que en algunos círculos apodan ya 'el kaleborroca' ha estado solucionando los desaguisados del Dios de la tecnología, haciendo amigos en compañías de seguros, talleres y concesionarios y buscando un banco que le haga el favor de comprar un coche que poner a su nombre a cambio de cómodas cuotas durante el próximo lustro. El ordenador aún no está arreglado, el teléfono funciona un día sí y otro no. La antena está arreglada aunque las emisoras han decidido cambiar los horarios de todas las series. Y el coche de Dalrito ha viajado al Walhalla como un jefe vikingo, en una pira funenaria a la que asistió con el depósito lleno, limpito como una patena, con radio nueva y puesto a punto a puntísimo.
¿Y qué opina Dalrito de todo esto? Pues que para lo que podía haber pasado, puede darse con un canto en los dientes. Ha aprnedido que la combustión espontánea no es un mito cuando se juntan un manguito poroso y una chispa aventurera. Que pagar el seguro de incendios sí sirve para algo, aunque valore tu coche en dos duros. Y ha llegado a la conclusión que una semana pasada por llamas, entre 38 buenas, son un porcentaje más que aceptable cuando todo lo malo puede arreglarse con un dinero que no tienes pero hay bancos dispuestos a prestarte interesadamente. Aunque la principal lección que ha aprendido Dalrito es mucho más interesante. Por más cornás que dé el Dios de la tecnología, si una semana horrosa acaba tomando un surtidito de ibéricos y una botella de wisky de malta en buena compañía, es que no era tan horrorosa. Y lo de después del wisky no os lo cuento que por aquí pasan menores, pero también ayuda que es un contento. La semana que viene hablaremos del gobierno. O de los premios nóbeles de chiste. O de enfermeras en guerra contra el desodorante. Incluso puede que os presente un coche nuevo. Todo ello, y mucho más, si el Dios de la tecnología deja de tocar las narices y me devuelve mi ordenador.